Narrativa

Paréntesis

“...esta inercia del corazón, es la muerte que se instala en nosotros. No todavía, aún no.” - Simone de Beauvoir

A Martín lo conocí en forma casual, como ocurrieron en mi vida muchas cosas trascendentes.

Estábamos en diferentes mesas de un mismo bar, como copiados, detrás de la taza de café.

Yo inventaba el tiempo, sospechaba un día tan abúlico como los demás en mi existencia de prolongada soltería.
Él, no sé qué estaría pensando. Nos cruzamos un par de veces con la mirada y, ante mi turbación, que inútilmente quería parecer indiferencia, vi que se acercaba.

Fueron suficientes unas pocas palabras. Algo atolondradas las mías; mucho más firmes las de Martín. Presentimos que ése había sido el encuentro afortunado de dos soledades, y nos seguimos viendo.

Conforme se afianzaba la relación nos íbamos descubriendo y comprobando cuántas cosas teníamos en común: una costumbre, un modo de hacer, opiniones, gustos, placeres.

Comprendíamos nuestros silencios, nos cobijábamos bajo el código común de los enamorados.

Una tarde, mientras tomábamos el té, me habló de los paréntesis. De su importancia para nuestra tranquilidad futura, de su valor ante un conflicto de convivencia, de.

Lo escuché con atención, como desmenuzando las palabras, mientras un río de sensaciones luchaba en contra de mi sentido común: asombro miedo incredulidad, agobio.

Con algunas reservas, lo comprendí.
Como siempre, Martín, con su razonamiento impecable, me demostró las bondades de su teoría.

El tema, no obstante, fue hablado en varias oportunidades, tantas como hicieron falta para borrar todo tipo de dudas.

Me persuadió. También yo pasé a formar parte del séquito de adoradores de los paréntesis, considerándolos imprescindibles como botiquín de emergencia para nuestra pareja.
Decidimos ir juntos a comprarlos. Nos costó elegirlos.

Los había de todas formas y tamaños; debían tener la exacta dimensión, y no fue fácil encontrarlos.

Muy pequeños, serían insuficientes para lograr el efecto deseado; por el contrario, los más grandes, podrían hacer peligrar una relación largamente suspendida.

Después de varias marchas y contramarchas, un intercambio de miradas nos llevó a la decisión, y, en tácito acuerdo, ambos escogimos el mismo par.

Nos sentíamos felices. Ya teníamos nuestros paréntesis.

El vendedor no pudo disimular un suspiro de alivio; preparó el paquete con un moño azul y nos despidió detrás de una sonrisa tenue y ambigua que, aún hoy, recuerdo con zozobra.

Pasó el tiempo y nuestra dicha, esmerilada por situaciones que la vida nos inventó, se iba diluyendo; no podíamos evitarlo.

Hasta que recordamos la existencia de la caja.

Coincidimos en que ése era el momento preciso para recurrir a ella.
Fui yo quien advirtió su ausencia en el estante superior del placard. Y comenzó la búsqueda. Una larga, tediosa y angustiante búsqueda.
Nos íbamos transformando en dos seres obsesivos, que con mirada interrogante, por momentos acusadora, se cruzaban como extraños en los rincones de la casa.

Era importante que la caja apareciera, de no ocurrir, nuestra felicidad de ayer quedaría decididamente opacada; tal vez, hasta llegaríamos a olvidarla.
La conciencia de que esta pérdida podría ser irremediable hacía más compulsivo nuestro accionar.

Teníamos un objetivo claro y excluyente: encontrar la caja del moño azul.

Fuimos desmantelando poco a poco esta pequeña casa que en ese trajinar febril se nos hacía inmensa.

Después de varios meses, ayer, Martín se acercó a mí, con un gesto raro, perdido. Aún siento la opresión que me produjo ese instante.

Los ojos le brillaban, mientras con manos que palpitaban agonía, me mostraba la caja, nuestra gran burladora.

Creo que en una mirada quise condensar todas mis preguntas: ¿dónde estaba, cómo la encontró, tal vez la había escondido él mismo?
Sin palabras, y con la lentitud de quien ya no admite ninguna prisa, la apoyó sobre la mesa, desató el descolorido moño y la abrió enfrente de mí.
¡Había pasado tanto tiempo!

Nos asomamos al contenido como autómatas. Nada dijimos, respetamos nuestro silencio en un acto casi religioso.

Ambos ocultamos el grito de asombro.
Allí estaba.

Apoyado sobre un lecho de algodón rosa, redondo, imponente, obstinadamente negro: el punto final.

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